Hay dolores físicos que se sienten con intensidad: una caída, una herida, una enfermedad. Pero hay otros que son invisibles, silenciosos, constantes. Se infiltran en los pensamientos, en la manera de verte, en la forma en la que hablas contigo mismo. Uno de esos dolores, de los más incomprendidos y solitarios, es la dismorfia corporal. Y sí, duele más. Porque no es un dolor que puedas señalar, no es algo que los demás siempre entiendan. Es un dolor que vive dentro de ti, en el reflejo del espejo, en las fotos que no puedes soportar mirar, en la ropa que ya no te atreves a usar.

La dismorfia no es simplemente “no gustarte” en una foto o querer cambiar algo de ti. Es sentir, casi con certeza, que tu cuerpo es inaceptable, que no encajas, que lo que ves no se alinea con lo que sientes. Es obsesionarte con defectos que tal vez ni existen, pero para ti son enormes. Es mirar una parte de tu cuerpo una y otra vez, convencido de que ahí está el problema, aunque los demás no lo vean. Es sentir vergüenza de existir en un cuerpo que sientes ajeno o “incorrecto”.
Lo más duro es que muchas veces nadie lo nota. Desde fuera, puede que sonrías, que publiques fotos editadas, que salgas con amigos. Pero por dentro, estás luchando con una voz constante que te repite que no eres suficiente, que estás “mal hecho”, que nunca vas a encajar. A veces esa voz se disfraza de perfeccionismo, de humor autocrítico, de inseguridad “normal”. Pero la verdad es que consume lentamente.
Intentas esconderlo. Te maquillas más, te tomas mil fotos antes de subir una sola. Evitas los espejos, o los buscas obsesivamente. Cambias de ropa diez veces antes de salir, y aún así, nada se siente bien. Tus pensamientos giran en torno a cómo luces, qué dirán de ti, si alguien notará lo que tú no puedes dejar de ver. Y entonces te aíslas. Te cansas. Porque vivir con dismorfia no es solo un problema de autoestima, es una batalla mental diaria.
El peor momento muchas veces es en soledad. Cuando estás frente al espejo y ya no puedes ignorar lo que sientes. Cuando te tomas una foto y la ves distorsionada. Cuando te comparas con los demás y te convences de que eres “menos”. Y aunque intentas razonar, aunque sabes en tu mente que la percepción puede engañar, el sentimiento no se va. Porque no es lógico. Es profundo, emocional, arraigado.
Y duele más porque muchas veces nadie lo entiende del todo. Te dicen cosas como “estás bien”, “nadie es perfecto”, “es solo vanidad”, o “es solo una fase”. Pero no es una fase. Es una prisión mental. No se trata de querer ser “más guapo” o “más delgado”, sino de no soportar vivir en un cuerpo que sientes como enemigo. Es tener una imagen distorsionada de ti mismo que no se va con halagos ni likes.
A veces la dismorfia se esconde detrás de dietas extremas, cirugías, rutinas de ejercicio extenuantes, ropa holgada, o incluso el silencio. Muchas personas que la padecen ni siquiera lo saben. Solo sienten una angustia constante, una necesidad de cambiar algo, un rechazo profundo hacia su cuerpo, sin saber por qué.
Y el problema no es solo individual. Vivimos en una sociedad que nos vende un ideal corporal casi inalcanzable. Las redes sociales, los filtros, la publicidad, todo contribuye a crear una imagen de belleza perfecta que rara vez existe en la vida real. Compararse se vuelve inevitable. Y cuando sientes que nunca vas a llegar a ese estándar, empiezas a odiarte. Porque crees que el problema eres tú.
Pero no lo eres. Y eso es lo más difícil de aceptar. Que no estás roto. Que lo que duele no es tu cuerpo, sino la forma en que lo percibes. Y esa percepción no nació sola: fue construida, alimentada por años de presión, comentarios, rechazos, inseguridades. La buena noticia es que, aunque cuesta, se puede trabajar en sanar esa relación contigo mismo.
Reconocer que hay un problema ya es un acto de valentía. Buscar ayuda, hablar con alguien, ir a terapia, rodearte de personas que te quieren por quien eres, no por cómo luces… todo eso cuenta. Sanar no es lineal, ni rápido, ni fácil. Pero cada paso que das hacia aceptarte, hacia comprenderte, es un paso lejos del dolor.
La dismorfia no desaparece de un día para otro. Hay recaídas, días en los que todo vuelve a doler. Pero también hay momentos de claridad. Días en los que logras mirarte con un poco más de compasión. Días en los que entiendes que tu cuerpo es solo una parte de ti, y no define tu valor. Esos días son una victoria.
Y ojalá la sociedad también aprenda a ver más allá de la apariencia. A dejar de comentar cuerpos ajenos, a dejar de asumir que todos los que “se ven bien” se sienten bien. A entender que no todas las batallas son visibles. Porque para muchos, como tú, como yo, la lucha más grande está en el espejo.
Así que sí, duele. Y duele mucho. Pero no estás solo. No eres raro. No estás roto. Y aunque hoy parezca imposible, hay esperanza. Hay otras formas de verte. Hay maneras de sanar. Tal vez no lo veas ahora, pero llegarán noches en las que podrás dormir sin odiar tu reflejo. Mañanas en las que podrás vestirte sin lágrimas. Días en los que te mires al espejo y digas: “Hoy, al menos, no me odio”. Y eso ya es un comienzo.
Porque sí, el mundo puede ser cruel, los estándares pueden ser imposibles, y la mente puede ser un campo de batalla. Pero incluso en medio de todo eso, mereces paz. Merezcas amarte. Y aunque duela… un día dolerá menos.