Siempre

“Siempre” es una palabra sencilla, de apenas siete letras, pero que contiene el peso de la eternidad. En ella habita la promesa del amor inquebrantable, la esperanza que no se rinde, y también el temor de lo inmutable. Decimos “siempre” cuando queremos que algo dure más allá del tiempo, cuando buscamos una certeza en medio de la incertidumbre, cuando deseamos que el momento que vivimos no se acabe nunca.

Pero, ¿qué significa realmente “siempre”? ¿Es una promesa que podemos cumplir? ¿O es simplemente una palabra que usamos para llenar el vacío de lo finito?

El “siempre” en el amor

Tal vez el uso más común de “siempre” se da en el amor. “Te amaré por siempre”, decimos, sin saber si ese amor resistirá los años, las rutinas, los cambios inevitables. Pero en ese instante, cuando se pronuncia, el “siempre” es verdad. Porque cuando se ama de verdad, no se piensa en un final. Amar es entregarse al momento con la ilusión de la eternidad.

Los poetas lo saben bien. Neruda escribió: “Para mi corazón basta tu pecho, para tu libertad bastan mis alas…” Ese “basta” también es un “siempre”. Una manera de decir: en ti encuentro todo. No necesito más. No quiero más.

Y sin embargo, la vida enseña que no todos los “siempre” sobreviven. Hay amores que terminan, no porque fueron falsos, sino porque fueron reales en su tiempo, y luego cambiaron. Eso no les quita valor. Tal vez el “siempre” no esté en la duración, sino en la intensidad. En ese instante en el que creímos, con todo el corazón, que sería eterno.

El “siempre” de la familia

Hay otros “siempre” más silenciosos, más profundos. Como el de una madre que dice: “Siempre estaré para ti”. Ese “siempre” no necesita ser explicado. No es promesa, es certeza. Es un lazo que no depende de las palabras, sino de los actos.

La familia, con todos sus matices, es el lugar donde el “siempre” suele tener más sentido. Aunque haya errores, distancias, silencios, muchas veces está ahí: ese sentimiento de que no importa lo que pase, hay un lugar al que se puede volver.

Y eso es también una forma de amar: no rendirse, no desaparecer. Estar. Incluso cuando no se dice, incluso cuando duele.

El “siempre” en los recuerdos

Los recuerdos también tienen su “siempre”. Hay momentos que se quedan pegados al alma: una risa compartida, una canción en la radio, una mirada que no se olvida. Pueden pasar los años, pueden cambiar las circunstancias, pero hay cosas que vuelven una y otra vez, como si el tiempo no tuviera poder sobre ellas.

Un olor, una fotografía, una palabra dicha en cierto tono pueden devolvernos, en segundos, a un lugar que ya no existe. Y sin embargo, ahí está. En nosotros. Siempre.

¿No es curioso? A veces, las cosas más fugaces son las que más duran en la memoria.

El “siempre” como ancla

En un mundo donde todo cambia, donde lo nuevo reemplaza lo viejo en cuestión de segundos, donde las noticias de hoy son olvidadas mañana, el “siempre” es un ancla. Una forma de decir: aquí me quedo, esto me importa, esto no quiero que se borre.

Por eso buscamos rituales, rutinas, símbolos. Nos aferramos a ciertos objetos, a ciertas palabras, a ciertas personas. Queremos creer que hay cosas que no cambian. Que hay verdades que permanecen.

Y aunque sabemos que todo fluye, que todo se transforma, necesitamos creer en el “siempre” para no sentirnos perdidos.

El “siempre” que duele

No todos los “siempre” son dulces. Hay “siempres” que duelen, que se convierten en cadenas. Cuando alguien dice “siempre serás así” o “nunca vas a cambiar”, nos condena. Nos encierra en una versión fija de nosotros mismos, cuando todos somos seres en construcción.

También están esos dolores que, aunque el tiempo pase, parecen quedarse: la pérdida de alguien amado, un trauma no resuelto, un adiós que no se cerró. A veces, decimos: “esto me va a doler siempre”. Y aunque el dolor se transforme, deje de ser punzante y se vuelva eco, sigue allí.

Pero incluso en esos casos, el “siempre” nos enseña algo. Nos recuerda que algunas marcas no deben borrarse. Que hay heridas que nos construyen. Que sentir profundamente también es estar vivos.

El “siempre” como elección

Quizás lo más honesto que podamos decir es que el “siempre” no es una garantía. Es una elección. Elegimos amar cada día. Elegimos perdonar. Elegimos seguir. No sabemos si será “siempre”, pero lo intentamos como si lo fuera.

Y en ese intento hay belleza. Porque cada vez que alguien dice “aquí estoy”, “aquí sigo”, “te apoyo”, está renovando ese “siempre” que no se escribe en piedra, sino en actos cotidianos.

El “siempre” real no es el que se dice una vez y se olvida, sino el que se confirma en la constancia. En los gestos pequeños, en la presencia cuando no es fácil estar, en el compromiso silencioso de no soltar.

El “siempre” espiritual

Para muchas personas, el “siempre” también tiene un componente espiritual. La idea de que hay algo más allá de esta vida, de que nuestras almas trascienden, de que el amor no muere con el cuerpo.

En ese sentido, el “siempre” se convierte en fe. Fe en que hay algo eterno en nosotros, en nuestras conexiones, en lo que damos. Fe en que lo bueno que hacemos, aunque pequeño, deja una huella duradera.

Tal vez por eso encendemos velas, rezamos, recordamos. Porque queremos que aquellos que se han ido sigan con nosotros. Queremos decir: “te amo siempre”, y que ese “siempre” no tenga fecha de vencimiento.

¿Podemos vivir sin un “siempre”?

Tal vez sí. Tal vez podríamos aceptar que todo es pasajero, que nada dura, que todo es cambio. Pero ¿quién quiere vivir así? Sin un lugar donde anclarse, sin una promesa que inspire, sin una palabra que nos empuje a quedarnos cuando todo parece irse.

El “siempre” es una ilusión, sí. Pero también es un motor. Es lo que nos hace seguir creyendo. Es lo que hace que los abrazos tengan más valor, que los “te quiero” se digan con más fuerza, que las despedidas sean más significativas.

Conclusión

“Siempre” no es una palabra perfecta. Puede mentirse en su nombre, puede doler, puede romperse. Pero también puede salvarnos. Puede ser un faro en medio de la tormenta, una promesa que nos recuerda lo que vale la pena cuidar.

Y aunque la vida no garantice ningún “para siempre”, nosotros podemos elegir vivir como si cada acto contara. Como si cada gesto fuera eterno.

Porque tal vez, al final, el verdadero “siempre” no está en cuánto dura algo, sino en cuánto transforma.