Hay momentos en una relación en los que las palabras no dichas pesan más que las que se gritan. A veces, el silencio no es paz, es contención. Y otras veces, el dolor no se ve —pero arde por dentro como si estuviera escrito con fuego. Este es uno de esos momentos: cuando mi novio piensa que no me duelen.
Él no lo sabe. O tal vez no lo quiere saber. Piensa que soy fuerte, que las cosas me resbalan, que no me afectan sus comentarios, sus olvidos, sus momentos de frialdad o su falta de atención. Y yo, por no parecer frágil, por no “hacer drama”, muchas veces callo. Pero que no diga nada no significa que no me duela.

Fingir que no duele
Es fácil fingir. Sonrío, asiento con la cabeza, cambio de tema. Digo “no pasa nada” aunque por dentro se me desmorona algo. Me repito que no vale la pena discutir, que son cosas pequeñas, que soy exagerada. Pero luego, en la soledad de mi habitación, me doy cuenta de que sí duele.
Duele cuando ignora algo importante para mí.
Duele cuando no me escucha de verdad.
Duele cuando se olvida de los pequeños detalles, esos que antes no necesitaba recordarle.
Duele cuando responde con indiferencia, cuando se aleja emocionalmente, cuando estoy llorando por dentro y él ni siquiera lo nota.
La expectativa de ser fuerte
Vivimos en una sociedad donde a las mujeres se nos enseña a ser pacientes, comprensivas, y muchas veces, a soportar. Y también a ser “fuertes”, pero no desde la fuerza verdadera, sino desde una resistencia silenciosa: aguantar sin quejarse, sonreír aunque duela, no ser “demasiado intensa”.
Mi novio, quizás sin quererlo, se ha acostumbrado a esa versión de mí. La que siempre está bien. La que comprende, la que no reclama mucho, la que se encoge los hombros y dice “todo bien”. Entonces, cuando algo me duele de verdad y no lo expreso como una tormenta, él asume que no me afecta. Pero lo cierto es que muchas veces estoy nadando en aguas profundas, con el corazón lleno de nudos.
No es solo por lo que hace, sino por lo que no
A veces, no es lo que dice, sino lo que deja de decir. No es lo que hace, sino lo que ya no hace. Las cosas pequeñas: una mirada, un mensaje inesperado, una pregunta sincera de “¿cómo estás?”, una mano que busca la mía sin razón. Cuando esas cosas desaparecen, el vacío se siente inmenso.
Y cuando él actúa como si todo estuviera bien, como si mi silencio fuera prueba de que no hay dolor, me duele aún más. Porque significa que no ve. Que no siente. Que no se da cuenta. Y no hay nada más solitario que sufrir al lado de alguien que cree que no te duele nada.
Quisiera decirle…
Quisiera decirle que me duele cuando minimiza mis emociones.
Que me duele cuando no me valida, cuando mis preocupaciones son “tonterías” o “cosas de mujeres”.
Que me duele cuando no nota mi esfuerzo por mantenernos unidos.
Que me duele sentirme invisible, incluso estando a su lado.
Quisiera decirle que mi fortaleza no es sinónimo de inmunidad. Que puedo ser valiente, pero también tengo días donde todo me pesa. Que puedo ser independiente, pero eso no significa que no necesito su atención, su apoyo, su cariño sincero.
El dolor no siempre grita
Hay personas que expresan su dolor con lágrimas, otras con gritos, otras con silencios largos. Yo suelo guardármelo. Tal vez por miedo. Tal vez por orgullo. O tal vez porque cada vez que intenté expresar lo que sentía, él no supo recibirlo.
Y así se forma una barrera invisible: él no pregunta, yo no digo. Él no nota, yo no insisto. Él cree que estoy bien, y yo me convenzo de que es mejor así.
Pero la verdad es que cada “no pasa nada” se acumula. Cada emoción contenida se convierte en una distancia nueva. Hasta que un día, el amor no se va con un portazo —se desvanece en la indiferencia.
Lo que el amor necesita
El amor verdadero no es solo compartir risas y momentos bonitos. También es saber acompañar el dolor del otro, aunque no lo entiendas del todo. Es notar los cambios en la mirada, en el tono de voz, en los silencios. Es preguntar y quedarse a escuchar, aunque sea incómodo. Es no suponer que el otro está bien solo porque no se ha quejado.
A veces me pregunto: si él supiera cuánto me duele lo que no ve, ¿haría algo distinto?
¿Cambiaría? ¿Me abrazaría más? ¿Dejaría el teléfono de lado cuando estoy hablando?
¿Se esforzaría por escucharme sin defenderse?
Porque a veces, no quiero una solución. No quiero una explicación. Solo quiero saber que lo que siento importa. Que yo importo.
El dilema de hablar o callar
Decir lo que siento es una espada de doble filo. Porque tengo miedo de que piense que estoy exagerando. De que me diga que “todo está en mi cabeza”. De que me mire con cansancio y me haga sentir que soy una carga.
Pero también tengo miedo de seguir callando y un día despertar sin ganas de quedarme. Porque el amor también se cansa. Se desgasta en la rutina, en la falta de cuidado, en la ausencia emocional. El amor necesita presencia, ternura, y sobre todo, empatía.
Tal vez, un día le diga todo esto. Tal vez le mire a los ojos y le diga: “Me duele. Aunque no lo veas, me duele. Y necesito que lo veas.”
Volver a vernos
Porque el amor no se trata de adivinar, pero sí de observar. De notar cuando algo cambia. De preguntar sin miedo. De hacer sentir al otro que sus emociones no son una molestia, sino una prioridad.
Yo no quiero una relación perfecta. Quiero una relación sincera. Quiero poder ser vulnerable sin sentirme débil. Quiero que mi pareja entienda que el amor se cuida, no se da por sentado.
Y quizás, si él logra entender que sí me duele —que siempre me ha dolido—, aún estemos a tiempo de volver a encontrarnos, esta vez, desde la verdad.